jueves, 24 de agosto de 2017

A veces

A veces,
a veces sostengo el peso del mundo.
Otras el del amor.

A veces,
a veces soy un lobo,
un lobo entre desconocidos.

A veces,
a veces no sé quién soy,
mi corazón no es esclavo de la cordura.

¡Qué luna sin brillo!
¡Cuánto amor sin dueño!
¡Maldita Muerte sin sueño!

Cuán invisible me veo ante tu mirada,
como hielo en el fuego,
como el fracaso ante la esperanza.

A veces,
a veces mi nombre no significa nada,
hasta que me nombras.

A veces, 
a veces me pierdo tanto en la oscuridad
que no sé volver.

A veces,
a veces te espero
hasta que el fuego no quema.

¡Qué océano sin corazón!
¡Cuánta agua brota de mi pecho!
¡Maldito tiempo sin final!


sábado, 19 de agosto de 2017

El cazador

Una vez, al filo ebrio y frío de la noche,
conocí a una inmortal en un bar.
Su piel, blanca cual final, imantó mi ser en la barra.
Loco o sabio, le pregunté cómo era vivir preso de su condición.
Triste ver cómo cambia el mundo, me dijo,
triste ver cómo todos desaparecen.
Cuatro botellas murieron antes de confesar que esperaba a su marido,
pero mi afilada respuesta la hizo reír, y aprovechando su sonrisa,
le prometí enseñarle el secreto de la muerte y de la vida.
Entre tanto, una bandada de cuervos graznaba en la lejanía.

 Las palabras cedieron su asiento a dedos curiosos,
que buscaban contagiarse de su néctar como un virus.
Esperando la tormenta sin paraguas, los graznidos llegaron a la puerta.
Medio sordo y envenenado, me lancé a morir en silencio,
luchando por una guerra que no era la mía
y por una causa la cual no alcanza a comprender.
Y de repente, como un súbito rayo atravesando el bar,
un puño de hierro borró mi ser y mi nombre,
arrojando mi cuerpo al negro vacío
mientras los cuervos arrastraban mi cuerpo cual Aquiles.

 Poco tardó mi ánimo en recuperarse, no tanto como mi cuerpo.
Cada noche de hospital, un zafio sueño llegaba sin ser invitado.
En él, aparecía de rodillas en un bosque húmero y solitario, y en mis pies,
un hacha corta con grabados en una lengua intelegible.
Un gruñido en la oscuridad denotaba que no estaba tan solo como pensaba.
Unos ojos me observaban, una respiración agitada quebraba el silencio.
Un oso se dirigía hacía mí a gran velocidad,
y yo, levantando el hacha, corría hacia él,
sin miedo a la derrota, sin miedo a la muerte.
Y justo en el momento fatal, me despertaba.

 Tras dejar el hospital, abrí la puerta de mi casa
para descubrir que esas cuatro paredes ya no eran mi hogar,
ni siquiera mi vida lo era. El oso era mi destino.
Y con la certeza derrotista, guardé lo necesario en una mochila:
dinero, ropa, algo de comida, tabaco y mi anillo de la suerte.
Tras estar rato observando recuerdos,
decidí quemar los restos de mi esclavitud, empezando por el apartamento.
Un fantasma vivo que huye de sus responsabilidades para morir por su sueño.
Y a punto de montar en el barco que me llevaría al norte,
me sequé la última lágrima dejando el pasado atrás.

 Con el dinero ya extinto, y miles de epopeyas acontecidas
junto a demonios y algún que otro ángel, dignas de ser cantadas en la eternidad
del palacio donde aguarda la grandeza, mis pertenencias fueron decreciendo.
Desnudo en la ventisca, el águila y la serpiente,
el hijo de la tormenta recorría extensiones ruinosas hasta llegar al fin del mundo.
Y sin tabaco y con el anillo como último recuerdo de un pasado,
que a estas alturas ya parecía más una vaga ilusión creativa,
conocí a un marinero. Éste me preguntó por qué iba tan lejos de la civilización,
y tras contarle mi destino, me respondió de la misma forma que hicieron aquellos
con los que me crucé hasta llegar allí: "estás loco".

 Cuando llegamos a la orilla arenosa, en la tierra donde el hombre no es bienvenido,
vi que el marinero era el dueño del hacha de mi sueño.
El afilado hierro por mi anillo, el futuro por el pasado, un trato justo.
Me interné en el bosque, viendo como se perdía en el horizonte el bote y su capitán.
La entrada de un nuevo dios en la naturaleza, pues la búsqueda de mi adversario fue acto mermante.
Tras días caminando por ramas y hojas caídas, alimentándome de plantas silvestres,
mis fuerzas parecían abandonarme. Solo escuchaba en mi cabeza ¿pensará en mí el oso?
¿sabrá cuál es el destino que nos aguarda?
Y tras una puñalada de anemia, el hacha se deslizó de mi mano, provocando un orquestal sonido metálico
al chocar con el suelo en el momento exacto en que mis rodillas fallaron.

 Entonces, el gruñido. Allí estaba, había venido. Ojos que penetraban desde la vegetación.
Su agitada respiración advenía el combate, agarré el hacha. Y como esperando una señal,
empezamos a correr el uno hacia el otro, destinados a esa gran batalla.
Y a menos de dos metros, con un salto de la altura de un sol, dirigí mi hacha contra su cuello,
mientras que el oso, cargó con potencia su garra hacia mi costal. Ambos golpes resultaron certeros.
Mi enemigo y yo nos precipitamos aún con su zarpa en mis costillas y mi hierro en su garganta.
Mi cabeza quedo justo en su barriga, herido de muerte, escuchaba al animal respirar con dificultad.
Nuestra sangre caliente se entremezclo, y nos convertimos en una leyenda eterna de aquel bosque.
Una pesada respiración fue el preludio del espasmo cadavérico del animal,
mientras que mi mirada se perdía en la oscuridad, observando dos nuevas estrellas que, poco a poco, ganaban brillantez.