lunes, 21 de noviembre de 2016

El Dios de las abejas

Mi azotea es un cementerio de abejas.
Pequeños y amarillos seres
que acuden a morir
a mi suelo rojo,
como si se tratara de un ritual,
como si se tratara de casualidad.
Posan sus alas por última vez,
inconscientes del trágico desenlace.
Acudo a su llanto
como bondadoso Dios.
Escucho sus historias,
sus vidas,
liberándolas de su peso.
La muerte golpea sin miedo,
ahogando sus almas
en una realidad que nadie entiende.
¿Estarán sus hijos sentados en la puerta
esperando que entren
o se olvidarán de ellas?
Las abejas caminan en círculos
presas de la agonía,
moviendo sus patas como queriendo llegar a algún sitio.
Les hablo en una lengua desconocida para ellas,
pero que seguramente las tranquiliza,
sintiéndose únicas por escuchar el idioma de los dioses.
La voz de una amable deidad
que ayuda a aceptar la verdad.
Las abejas se retuercen cuando la vida las abandona,
se intentan quitar la soga
que las ahoga por dentro.
Es en los últimos asesinos instantes
cuando les regalo mi pasión,
hasta que desaparecen
abandonando sus cuerpos.
Entonces,
el Dios de la altura de diez soles
recoge sus restos
y los envía a la eternidad,
deseoso de que revoloteen
junto con el resto de las abejas,
en cualquier otro sitio.

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